sábado, 11 de agosto de 2018

La siesta infinita

Hay rincones claros
en las casas recién cerradas,
rocas cenicientas
dominadas por el verde aguado
y los chasquidos de los ríos
que sonríen a los jóvenes bañistas.
Hay olores secretos
que despiertan a los niños,
que hierven y tocan los hombros
de los días más pequeños y llenos
de soles centelleros 
besando con orgullo las baldosas.
Existen, si las miras en tono discreto,
chispas cromáticas de estómagos llenos
y canciones que tarareamos
con los dedos de los pies.
Hay selvas,
pájaros,
ollas llenas de pasta cocida
que no son de nadie,
ni siquiera de las dulces moscas valientes.
Hay veces,
si conoces los haberes del momento solapado
que duele separar los párpados.
Y si consigues abrirlos
y los rayos de sol vidrioso
violan tus ojos aún dormidos
nada vuelve ser lo mismo,
nada escucharás ya
como los insólitos sonidos
de aquella siesta infinita.

Esparto

Cuando llegue hoy a mi casa sencilla
y el aroma de esta tarde,
y sus aires cálidos,
discretos,
y los miles de amarillos
de este campo imantado mueran;
cuando mueran las tardes de agosto,
de llano y sin hacer ruido,
morirá parte de mi
y en mis latidos vacíos podrás oir la hierba
creciendo,
con la manecilla más larga.
Cuando el ruido potencialmente largo
de las calles vacías
conozca el olor
a vino dulce de los conticinios
y las chicharras de sonrisas anchas
canten canciones que nadie conoce:
Solo entonces reiremos de verdad,
juntos,
lo sé porque es de hierro su promesa
y me clava los minutos en la sierra de la espalda.